12 diciembre 2011

¿Cómo le explico?



El día que volví a ver a Tina después de la operación, me desperté con la espalda caliente porque me había dormido en la parte de la cama donde pega el sol a la tarde. Como la sensación me molestaba, me senté sobre las patas de atrás y vi que ella estaba en el patio. Cuando notó mi presencia, estiró sus manos hacia adelante arqueando el lomo y levantando la cola. Después posó la cabeza en el piso, de costado, mirando hacia donde yo estaba y con un movimiento brusco dejó caer todo su cuerpo y giró sobre sí misma una y otra vez.


Me miró de nuevo y abrió su boca. Por el movimiento de sus labios supuse que había maullado, pero no la escuché porque la ventana estaba cerrada. Yo bajé mis patas delanteras, las doblé hacia adentro y me recosté sobre ellas, dispuesto a seguir durmiendo. Pero Tina comenzó a caminar hacia donde yo estaba. Sentí una leve perturbación.


Se detuvo a dos metros de mi ventana para lavarse la cara. Después la cola. Me miró y dio otra de sus vueltas. Esta vez el maullido fue más fuerte. Movió los labios de la misma manera, pero lo pude oír. ¿Qué quería? Como si no hubiera otros gatos en la manzana para joder.


De un salto llegó a la maceta del ficus y de ahí a mi ventana. Iba y venía por el borde angosto, como si fuera una pasarela. Se refregaba contra el vidrio y cuando me miraba se me erizaba la cola, pero seguí en la misma posición, recostado sobre mis cuatro patas y entrecerrando los ojos para que no me molestara el sol.


Ella empezó a rasgar el marco de madera con sus uñas para que la dejara entrar. Su maullido era cada vez más fuerte, casi un lamento. Yo inmóvil.


Me miró por última vez y se fue, sin poder entender mi repentina indiferencia.