28 agosto 2011

Vidas paralelas



¿Te acordás cuando te regalé ese libro de tu escritor favorito? ¿Cómo se llama? ¿Garcia Marquez? No lo podías creer. Nunca pensaste que te iba a dar esa sorpresa. Me acuerdo que estábamos peleados porque vos querías salir y yo mirar el partido. Hacía calor, el ventilador no daba abasto, mis dedos resbalaron por tu brazo cuando te zamarreé un poco para que te callaras y me dejaras escuchar la formación de Boca.

El partido fue terrible; si ganábamos teníamos chance de entrar a la Libertadores, siempre y cuando Huracán perdiera por diferencia de dos goles contra Velez y nosotros ganáramos el próximo partido. Vos te quedaste sentada al lado mio, cebándome unos mates y cada tanto ibas a entretener a los chicos a la pieza para que estuvieran tranquilos porque yo estaba nervioso con lo del partido. Viste que cuando uno de los nenes empezaba a gritar un poco, el otro gritaba más fuerte, se iban entusiasmando y después no los podías parar. Leonel miró el partido con nosotros. Siempre tan callado. Tenía puesta la camiseta que le regalé ese año cuando cumplió los doce. Al pedo le compré la original, ahí está guardada, dos veces la usó. ¿Cómo es posible que a un hombre no le interese el fútbol? Esa fuiste vos. Tanto apañarlo, tanto pobrecito, mirá ahora.
Ese mismo dia había visto en una vidriera el libro que te regalé. No sé cómo hice para acordarme que el Garcia ese te gustaba. Y la pegué porque no lo tenías. Lo iba a guardar para dártelo en Navidad, pero tenías tanta cara de culo que en el entretiempo lo saqué del portafolio. Primero pensé que llorabas porque no te había hecho una tarjetita o algo así medio romántico, como te gusta a vos. Pero después me pareció que era por otra cosa, de la emoción, no sé.
Lo bueno fue que a la noche, cuando te busqué, no te pudiste negar. Encima Boquita había ganado. ¡Doble alegría!
         Estuviste como dos meses para terminar de leerlo, ¿te acordás? Lo llevaste a Mar del Plata cuando fuimos con Roxana y Abel. Qué bien la pasamos. Ese verano yo andaba con bastante guita por lo de la venta del auto de mamá. Pilcha, casino, rabas. No te podés quejar, ¿eh? Conocés toda la costa. Cuántas historias tenemos en la playa. Ahí nos conocimos. Vos eras amiga de la novia de Abel. No de Roxana, de la anterior, ¿cómo se llamaba? Bueno, no importa. Te di unos besos a la salida del boliche y te acompañé a la terminal para que tomaras el colectivo de vuelta a Buenos Aires. Me dijiste que capaz volvías el fin de semana y me quedé esperando. Nos volvimos a ver a los veinte días y al tiempito nomás quedaste embarazada de Leonel.
         Pero te estaba diciendo… En Mar del Plata no paraste de leer ese libro. Si es larguísimo, ¿cuántas hojas tiene? Como cuatrocientas. Roxana corría con los pibes por toda la playa y vos sentada adentro de la carpa leyendo. Mirá que cuando querés sos asquerosa. Te lo tuve que esconder. ¡Qué rabia te agarró! Al dia siguiente no quisiste bajar a la playa.
         Dale, cambiale la yerba al mate. ¿Carolina adónde fue? Está cada dia más parecida a mi vieja, ¿viste? Y la pobre no está para verla. Era de fierro mamá. Cómo te ayudaba con los chicos, con la casa. Y ni había que pedírselo. Nomás se armaba un poco de quilombo y ella aparecía para dar una mano.
         Para tu cumpleaños te voy a regalar un libro ahora que me acordé que te gusta leer. ¿Qué decís?, ¿Que no sea de Garcia Márquez?, ¿Pero no era tu escritor favorito?

18 agosto 2011

Al lugar donde has sido feliz


Siempre me gustó ir a la escuela. Durante el último mes de las vacaciones contaba los días que faltaban para volver a clase. Incluso muchas veces sueño que estoy de nuevo en el secundario y me despierto con una irresponsable sensación de felicidad.
En ese mismo colegio, pero 40 años atrás, mi tia protagonizó un episodio memorable: primera alumna expulsada por puta. Resulta que la niña tenía un noviecito al que no le había dado más que la hora. Pero un compañero, que se la quería levantar, empezó a pasarle papelitos en medio de la clase, acusando a su novio de gay. Entre papelito que va y que viene, que es gay y que no lo es, la maestra se percató y le sacó el documento incriminatorio en el que mi tía de 13 años, afirmaba, para salvar la joven virilidad de su enamorado, que ella se había acostado con él y que de esta manera había comprobado su hombría. Colegio de monjas y curas, noviembre de 1972, a punto de ser abanderada, le prohibieron la entrada al dia siguiente. “Si yo no tuviera el carácter que tengo –reflexionó con el tiempo- me cagaban la vida”.
Veinte años más tarde, ya sin la presencia eclesiástica aunque con una cruz en cada aula, mi madre decidió enviarme al mismo colegio donde su hermana fue humillada, con la esperanza de que me inculcaran la fe católica que ella no supo transmitir. Fue una de las mejores decisiones que tomó en el largo camino de mi educación. Me mandó a sumergirme en un mundo de cuentos fantásticos sobre vírgenes y resucitados; a tener que confesarle al cura pecados gravísimos como contestarle mal a mamá o llegar tarde a casa, a la escuela, a todos lados. Gracias a mamá conocí el mal de cerca.
Lo mejor de comulgar eran las hostias. No tienen gusto a nada pero me encantaban. Hasta que descubrí que podía saciar mi adicción a ellas con los turrones navideños que vienen recubiertos por el mismo material.
Nunca oí hablar de sexo, de drogas, de represión. El mundo era un lugar feliz si hacíamos lo que Dios mandaba. Al principio me lo creí, tomé la comunión y confirmé mi pertenencia a la institución. 
El problema empezó cuando cometí el pecado original. Tenía que confesárselo al cura y arrepentirme. Y si uno se arrepiente de algo, se supone que no lo hace otra vez y otra vez y otra vez. Nunca más tomé la hostia, para conmoción de mis compañeritas que no le veían la cara a Dios.
Pero de todo este clima religioso tomé conciencia años después. Durante doce años no hubo discusión sobre la presencia del Señor en el universo. Solo había recreos, palitos de la selva y sugus de frutilla.
Mamá Cora no era un personaje de Gasalla, sino el nombre de mi maestra preferida. La mayor preocupación era saber si el chico que ese mes me gustaba, también se fijaba en mi. Para continuar con la tradición paterna mis boletines venían a casa con una recomendación de la maestra: “Sos muy buena alumna, pero debes conversar menos en clase”. Esta falta de silencio le generó un ataque de nervios a mi maestra de cuarto grado y me echó de la clase.
Tres veces firmé el cuaderno de disciplina. Una de ellas por bajarle los pantalones a un compañero. Fue un malentendido. En realidad él se había parado arriba de la mesa y yo quería bajarlo para que no nos retaran. Pero la maestra nunca se enteró de mis buenas intenciones y solo vio al pobre chico desnudo. Quizá ella sabía la historia de mi tía y supuso que la perversión venía en mis genes.
En uno de los salones recibí mi primer beso. Inocente, fugaz y el único durante meses. Fue algo muy organizado; hasta me acuerdo la fecha. Elegí a una amiga para que lo presenciara y él hizo lo mismo. Nos escondimos en un salón vacio y nos sentamos uno al lado del otro, muertos de vergüenza y sin mirarnos la cara. Nuestros amigos contaron hasta tres y todo duró unos pocos segundos; fue tan rápido que no me acuerdo. Después me regaló un helicóptero celeste que le tocó en un huevito kínder y a los tres meses me dejó.
Quizás por miedo a sentir de nuevo el mismo dolor empecé a dejar compulsivamente a todos mis novios. En parte también porque eran bastante boludos. Uno no me dejaba respirar y aparecía en todos los lugares en los que yo estaba. Otro pretendía besarme muy seguido. El que más me duró comía chicle bazooka de menta, un horror. Y ninguno me regalaba helicópteros. 

16 agosto 2011

Perfil



Cuando alguien descubre que mi mamá tiene casi 55 años, no lo cree. No tanto por su aspecto, sino por cómo va por la vida. Aunque también se puede hablar de sus jeans con musculosa que le desdibujan los años y de los ojos celestes famosos en el pueblo. Pero uno se desconcierta sobretodo porque ella se transforma de acuerdo a quien sea el otro con el que habla.
Maria Inés se resiste a ser una persona más seria, más acorde a su edad, y cree que aún se puede enamorar como a los veinte. No por nada contestó con un no cada vez que le propusieron una relación serena, nada más que un poco de compañía entre dos adultos sin demasiadas aspiraciones amorosas. Ella necesita, para empezar, que le dibujen algo con muchos colores, letras y música, y después que la hagan reír, pero no con chistes.
Por eso casi siempre se enamora, aunque sea por un rato, de periodistas, poetas y artistas. Y durante el breve tiempo que dura el sentimiento, se lanza desenfrenadamente a la escritura, para luego abandonarla por meses o años, hasta que llegue de nuevo un romance. Aunque ahora que lo pienso, el novio que más le duró y con el que se casó era veterinario, nada poético, pero en los ´70 tocaba la guitarra y tenía el pelo largo, negro y brilloso.
Durante años creyó que el mundo era como se lo contaban sus padres. Ellos suponen que es como se los cuenta La Nación. Pero un día, no hace mucho tiempo, le explicó a los gritos a su papá que ella había decidido no acatar el pensamiento familiar porque descubrió que le gusta mirar la realidad  con ojos de artista, un poco más sensibles que los de un ingeniero ciegamente antiperonista.
Siempre se tomó responsablemente el trabajo de ganarse la vida sin demasiada responsabilidad. La siesta y el mate leyendo el diario en la mesa del living, donde entra todo el sol de la mañana, es lo único que no está dispuesta a ceder. Todo lo que pase antes de las nueve o diez de la mañana, no le interesa y le agradeció a la naturaleza, porque en Dios no cree, cuando tuvo una hija que dormía casi ocho horas seguidas a los pocos días de nacer.
Nunca tuvo muchos amigos, mucho menos cuando era chica; pasaba horas debajo de la mesa jugando sola con sus muñecas. Cuando decidía ser un poco más simpática jugaba con sus hermanos a aspirar nafta o atar a la hermana menor a un árbol y escupirla.
Estudió Bellas Artes porque las líneas del lápiz le salían solas, sin ningún esfuerzo. Pero todo lo que fue creando siempre quedó de la puerta para acá. No quiso exposiciones ni reconocimientos. En los últimos años dejó que se escapara un poco de su arte, que los que tuvieran suerte pudieran verlo. Mientras tanto, para vivir vendió publicidad, cremas y pullovers; grabó lápidas para el cementerio y tuvo una librería.
Maria Inés o Inés, para dos de sus amigos, siente un apego atávico por los árboles. Pero tiene la desgracia de haber nacido en una ciudad donde la gente los corta por la mitad. Es como una epidemia que se extiende por el pueblo y deja cadáveres por todos lados. La razón: que se vean los frentes de sus casas de cemento.
Maria Inés llora de rabia cuando ve esos cuerpos marrones sin vida y  se pelea con los vecinos que estacionan el auto debajo de la sombra del árbol de su vereda que ella no mutiló. Al contrario, lo deja que meta sus ramas por el balcón y durante semanas espera, fascinada, que nazcan los pichones de las palomas que pusieron su nido muy cerquita de la ventana.
Maria Inés cree que en otra vida fue un gato.

12 agosto 2011

Autobiografía



Me contó mi mamá que el dia que nací mi abuela Gloria lloraba. Edurne, mi otra abuela, vasca, de Bakio, con las emociones curtidas por años de desarraigo, le preguntó al oído tratando de entender: “¿Usted llora porque quería un varón?”.
En ese caso, mi nombre hubiese sido Javier.
Unos años antes, en pleno mundial del ´78, mi mamá bautizó como Michel Demian Agapito Kempes al gato que le regaló mi papá Miguel con quien compartía el amor por Herman Hesse bajo los sauces de la calle Agapito Guisasola, la única con empedrado que quedaba en Olavarría.
Pero a mí me puso simplemente Maria. Para que no me llamaran por el segundo nombre ni inventaran apodos. Esto, según mi abuela Edurne, era una costumbre argentina que ella no entendía.
No conocí a mi abuelo paterno. Dicen que no me habría caído muy bien. Vasco franquista, petiso soberbio y criticón. Mi papá sólo heredó de él la pasión por discutir y ganar a toda costa. Mi tia recibió el resto de los genes y hace años que no hablamos.
Hace poco leí que la necesidad de una pareja estable, de contención, de pisar suelo firme, me la da mi ascendente en Tauro. La psicóloga a la que me mandaron cuando tenía quince años para tratar de convencerme de que la relación que tenía con mi novio no era normal, explicó que mi tendencia a los celos la generó el hecho de haber compartido a papá con decenas de novias,  y así le dio a mamá otra razón para discutir con él más allá de la cuota alimentaria.
Me encantaba escuchar sus peleas en la vereda. Con la mochila preparada para ir a lo de papá, me sentaba en la escalera y seguía los detalles del debe y haber mensual que mi mamá llevaba registrados en una libretita donde también anotaba las películas que había visto y los nombres de los actores, políticos, cantantes y escritores que se le aparecían en los sueños. Una noche tuvo un fogoso encuentro con Menem y hasta llegó a decirle que no a Alain Delon.
Mi juego preferido era pasar horas y a veces días diseñando la casa de las barbies. Con cartones pintados levantaba las paredes o usaba los estantes del ropero y construía un edificio. Le hacía tocar la marcha nupcial a mamá en el piano, Barbie y Ken se casaban, tenían relaciones y venía el bebé.
Considero que comer es un acto de placer y no una simple necesidad. Huyo de los amontonamientos de gente y de las personas que consideran que Gran Hermano o Mirtha Legrand son temas de sobremesa. Odio el cigarrillo. Odio la gente que dice “a mi no me interesa la política” o “yo no miro cine nacional”. También a los colectiveros y a los vecinos que me ven entrando al edificio y en vez de esperar cierran la puerta del ascensor en mi cara. No soporto que mi abuela me diga que soy de izquierda porque soy joven ni soporto que la gente se ria demasiado o comente las películas en el cine.
Creía que para entender el mundo había que estudiar sociología. Ahora creo que es al revés.