16 agosto 2011

Perfil



Cuando alguien descubre que mi mamá tiene casi 55 años, no lo cree. No tanto por su aspecto, sino por cómo va por la vida. Aunque también se puede hablar de sus jeans con musculosa que le desdibujan los años y de los ojos celestes famosos en el pueblo. Pero uno se desconcierta sobretodo porque ella se transforma de acuerdo a quien sea el otro con el que habla.
Maria Inés se resiste a ser una persona más seria, más acorde a su edad, y cree que aún se puede enamorar como a los veinte. No por nada contestó con un no cada vez que le propusieron una relación serena, nada más que un poco de compañía entre dos adultos sin demasiadas aspiraciones amorosas. Ella necesita, para empezar, que le dibujen algo con muchos colores, letras y música, y después que la hagan reír, pero no con chistes.
Por eso casi siempre se enamora, aunque sea por un rato, de periodistas, poetas y artistas. Y durante el breve tiempo que dura el sentimiento, se lanza desenfrenadamente a la escritura, para luego abandonarla por meses o años, hasta que llegue de nuevo un romance. Aunque ahora que lo pienso, el novio que más le duró y con el que se casó era veterinario, nada poético, pero en los ´70 tocaba la guitarra y tenía el pelo largo, negro y brilloso.
Durante años creyó que el mundo era como se lo contaban sus padres. Ellos suponen que es como se los cuenta La Nación. Pero un día, no hace mucho tiempo, le explicó a los gritos a su papá que ella había decidido no acatar el pensamiento familiar porque descubrió que le gusta mirar la realidad  con ojos de artista, un poco más sensibles que los de un ingeniero ciegamente antiperonista.
Siempre se tomó responsablemente el trabajo de ganarse la vida sin demasiada responsabilidad. La siesta y el mate leyendo el diario en la mesa del living, donde entra todo el sol de la mañana, es lo único que no está dispuesta a ceder. Todo lo que pase antes de las nueve o diez de la mañana, no le interesa y le agradeció a la naturaleza, porque en Dios no cree, cuando tuvo una hija que dormía casi ocho horas seguidas a los pocos días de nacer.
Nunca tuvo muchos amigos, mucho menos cuando era chica; pasaba horas debajo de la mesa jugando sola con sus muñecas. Cuando decidía ser un poco más simpática jugaba con sus hermanos a aspirar nafta o atar a la hermana menor a un árbol y escupirla.
Estudió Bellas Artes porque las líneas del lápiz le salían solas, sin ningún esfuerzo. Pero todo lo que fue creando siempre quedó de la puerta para acá. No quiso exposiciones ni reconocimientos. En los últimos años dejó que se escapara un poco de su arte, que los que tuvieran suerte pudieran verlo. Mientras tanto, para vivir vendió publicidad, cremas y pullovers; grabó lápidas para el cementerio y tuvo una librería.
Maria Inés o Inés, para dos de sus amigos, siente un apego atávico por los árboles. Pero tiene la desgracia de haber nacido en una ciudad donde la gente los corta por la mitad. Es como una epidemia que se extiende por el pueblo y deja cadáveres por todos lados. La razón: que se vean los frentes de sus casas de cemento.
Maria Inés llora de rabia cuando ve esos cuerpos marrones sin vida y  se pelea con los vecinos que estacionan el auto debajo de la sombra del árbol de su vereda que ella no mutiló. Al contrario, lo deja que meta sus ramas por el balcón y durante semanas espera, fascinada, que nazcan los pichones de las palomas que pusieron su nido muy cerquita de la ventana.
Maria Inés cree que en otra vida fue un gato.

1 comentario:

  1. En los 70 tenia mucho pelo y una guitarra.
    Hoy tengo muy poco pelo. Pero tengo tres guitarras. La poesia sigue ausente

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