18 agosto 2011

Al lugar donde has sido feliz


Siempre me gustó ir a la escuela. Durante el último mes de las vacaciones contaba los días que faltaban para volver a clase. Incluso muchas veces sueño que estoy de nuevo en el secundario y me despierto con una irresponsable sensación de felicidad.
En ese mismo colegio, pero 40 años atrás, mi tia protagonizó un episodio memorable: primera alumna expulsada por puta. Resulta que la niña tenía un noviecito al que no le había dado más que la hora. Pero un compañero, que se la quería levantar, empezó a pasarle papelitos en medio de la clase, acusando a su novio de gay. Entre papelito que va y que viene, que es gay y que no lo es, la maestra se percató y le sacó el documento incriminatorio en el que mi tía de 13 años, afirmaba, para salvar la joven virilidad de su enamorado, que ella se había acostado con él y que de esta manera había comprobado su hombría. Colegio de monjas y curas, noviembre de 1972, a punto de ser abanderada, le prohibieron la entrada al dia siguiente. “Si yo no tuviera el carácter que tengo –reflexionó con el tiempo- me cagaban la vida”.
Veinte años más tarde, ya sin la presencia eclesiástica aunque con una cruz en cada aula, mi madre decidió enviarme al mismo colegio donde su hermana fue humillada, con la esperanza de que me inculcaran la fe católica que ella no supo transmitir. Fue una de las mejores decisiones que tomó en el largo camino de mi educación. Me mandó a sumergirme en un mundo de cuentos fantásticos sobre vírgenes y resucitados; a tener que confesarle al cura pecados gravísimos como contestarle mal a mamá o llegar tarde a casa, a la escuela, a todos lados. Gracias a mamá conocí el mal de cerca.
Lo mejor de comulgar eran las hostias. No tienen gusto a nada pero me encantaban. Hasta que descubrí que podía saciar mi adicción a ellas con los turrones navideños que vienen recubiertos por el mismo material.
Nunca oí hablar de sexo, de drogas, de represión. El mundo era un lugar feliz si hacíamos lo que Dios mandaba. Al principio me lo creí, tomé la comunión y confirmé mi pertenencia a la institución. 
El problema empezó cuando cometí el pecado original. Tenía que confesárselo al cura y arrepentirme. Y si uno se arrepiente de algo, se supone que no lo hace otra vez y otra vez y otra vez. Nunca más tomé la hostia, para conmoción de mis compañeritas que no le veían la cara a Dios.
Pero de todo este clima religioso tomé conciencia años después. Durante doce años no hubo discusión sobre la presencia del Señor en el universo. Solo había recreos, palitos de la selva y sugus de frutilla.
Mamá Cora no era un personaje de Gasalla, sino el nombre de mi maestra preferida. La mayor preocupación era saber si el chico que ese mes me gustaba, también se fijaba en mi. Para continuar con la tradición paterna mis boletines venían a casa con una recomendación de la maestra: “Sos muy buena alumna, pero debes conversar menos en clase”. Esta falta de silencio le generó un ataque de nervios a mi maestra de cuarto grado y me echó de la clase.
Tres veces firmé el cuaderno de disciplina. Una de ellas por bajarle los pantalones a un compañero. Fue un malentendido. En realidad él se había parado arriba de la mesa y yo quería bajarlo para que no nos retaran. Pero la maestra nunca se enteró de mis buenas intenciones y solo vio al pobre chico desnudo. Quizá ella sabía la historia de mi tía y supuso que la perversión venía en mis genes.
En uno de los salones recibí mi primer beso. Inocente, fugaz y el único durante meses. Fue algo muy organizado; hasta me acuerdo la fecha. Elegí a una amiga para que lo presenciara y él hizo lo mismo. Nos escondimos en un salón vacio y nos sentamos uno al lado del otro, muertos de vergüenza y sin mirarnos la cara. Nuestros amigos contaron hasta tres y todo duró unos pocos segundos; fue tan rápido que no me acuerdo. Después me regaló un helicóptero celeste que le tocó en un huevito kínder y a los tres meses me dejó.
Quizás por miedo a sentir de nuevo el mismo dolor empecé a dejar compulsivamente a todos mis novios. En parte también porque eran bastante boludos. Uno no me dejaba respirar y aparecía en todos los lugares en los que yo estaba. Otro pretendía besarme muy seguido. El que más me duró comía chicle bazooka de menta, un horror. Y ninguno me regalaba helicópteros. 

6 comentarios:

  1. Me encanta la frecura y el sentido del humor de tus textos, María.

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  2. Que ritmo que tiene este cuento. Voy a compartirlo, merece ser leído, diría una amiga.

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  3. muy bueno!!!María.Te mando un beso enorme.Te quiero mucho.

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  4. jajajaja muy lindo no conocìa el cuentito de la tia ajajajajaja pero mirà vos siempre conservò a esos amigos. grande la tia muy bueno.

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