12 diciembre 2011

¿Cómo le explico?



El día que volví a ver a Tina después de la operación, me desperté con la espalda caliente porque me había dormido en la parte de la cama donde pega el sol a la tarde. Como la sensación me molestaba, me senté sobre las patas de atrás y vi que ella estaba en el patio. Cuando notó mi presencia, estiró sus manos hacia adelante arqueando el lomo y levantando la cola. Después posó la cabeza en el piso, de costado, mirando hacia donde yo estaba y con un movimiento brusco dejó caer todo su cuerpo y giró sobre sí misma una y otra vez.


Me miró de nuevo y abrió su boca. Por el movimiento de sus labios supuse que había maullado, pero no la escuché porque la ventana estaba cerrada. Yo bajé mis patas delanteras, las doblé hacia adentro y me recosté sobre ellas, dispuesto a seguir durmiendo. Pero Tina comenzó a caminar hacia donde yo estaba. Sentí una leve perturbación.


Se detuvo a dos metros de mi ventana para lavarse la cara. Después la cola. Me miró y dio otra de sus vueltas. Esta vez el maullido fue más fuerte. Movió los labios de la misma manera, pero lo pude oír. ¿Qué quería? Como si no hubiera otros gatos en la manzana para joder.


De un salto llegó a la maceta del ficus y de ahí a mi ventana. Iba y venía por el borde angosto, como si fuera una pasarela. Se refregaba contra el vidrio y cuando me miraba se me erizaba la cola, pero seguí en la misma posición, recostado sobre mis cuatro patas y entrecerrando los ojos para que no me molestara el sol.


Ella empezó a rasgar el marco de madera con sus uñas para que la dejara entrar. Su maullido era cada vez más fuerte, casi un lamento. Yo inmóvil.


Me miró por última vez y se fue, sin poder entender mi repentina indiferencia. 

17 septiembre 2011

Chorros y naranjas

La portera venía  agitando la mano con la que agarraba una naranja. La sacudía y la levantaba para que yo pudiera ver el cuerpo del delito. “Esta es la naranja que esos chorros tiraron en la vereda – dijo con su insoportable voz chillona- No les den más cosas para comer. Se las lanzaban unos a otros como si fueran pelotas. Y el pan que ustedes les dieron… se lo comieron las palomas”.


Los chorros tienen ocho años. 







“…Es el destino divino, tan fino, tan occidental y cristiano,
cosmopolita y parisino,
tan típico matute pero no el de don Gato
el vigilante argento además es barato
además es barato,
es el estilo tan fino
del vigilante medio argentino…”

Vigilante medio argentino
Andrés Calamaro
El Salmón
                        Video
                        Letra

14 septiembre 2011

La espuma


Clara tenía que devolver el libro ese dia. Ya habían pasado las dos semanas de plazo. Era la cuarta vez que se atrasaba. Pensé en llamarla para decirle que Mirta la iba a suspender por veinte días y Clara no aparecería, como suele hacerlo, entre los estantes, buscando cuentos.

Ordené lo que quedaba en el escritorio y me fui a casa caminando lento para que el instante de abrir la puerta y sentir olor a viejo se alejara. Recuerdo que cuando era chica salía corriendo de la escuela y atravesaba las cinco cuadras que me separaban de casa contando los pasos que faltaban para hundirme en la pollera de mamá. Eso fue antes de que los brazos esponjosos y con olor a canela se transformaran en un pulpo.

-      Hola mami. Sí, te traje la revista. Tuve que limpiar la biblioteca. Por eso tardé. No hablé con nadie en el camino. Te lo juro, no estaba el vecino en la puerta. Ya te dije que no me gusta. Si mamá, ya sé que estás enferma.

En la guía telefónica había cinco Olazar, pero sabía que Clara vivía en la calle España porque un día la había seguido después del colegio durante diez cuadras. Estaba como embobada con el vaivén de la pollera, hasta que se dio vuelta y me vio.

-      Hola Dora, ¿vivís por acá?-, me preguntó.

No sé por qué conocía mi nombre, si me pasaba todo el día en un rincón de la biblioteca acomodando libros. No supe qué decirle, me dió vergüenza. Vi una farmacia enfrente

-      Vine a comprarle unos remedios a mamá – dije,  sintiéndome una tarada – Está muy enferma y la tengo que cuidar.

¿Por qué no cambié de tema y le dije algo más interesante? Si la doblo en edad…

Al recordar ese dia se me fueron las ganas de llamar a Clara. Además había llegado la hora de bañar a esa vieja. Me daba tanto asco tocarla; la piel le colgaba y tenía que pasarle jabón por los pliegues que se le formaban en la cintura.

Mientras preparaba el agua me vino el recuerdo de cuando me bañaba con mi prima. Para Patricia era algo normal ducharse conmigo porque tenía hermanas; yo esperaba ese momento durante toda la semana. Su piel con espuma era todavía más suave. Hasta que mamá se enteró.

Una noche soñé con Clara. Era mi hija y la tenía en brazos, la acariciaba, era mía, la cuidaba. De un momento a otro, se convertía en un gato negro que caminaba sigilosamente entre los estantes de la biblioteca. Se acercaba y me hundía la trompa en el sexo una y otra vez, mientras me miraba con unos ojos verdes, grandes. Como los de Clara.

Me desperté del sueño con la misma sensación de impotencia de siempre. Sentirme húmeda me recuerda todo lo que no soy. Comencé a bajar mi mano pero los gritos de la vieja pidiendo el desayuno me interrumpieron.

Esa tarde, Mirta había traido facturas a la biblioteca. Se ve que quería hacerse la simpática. No me interesaba matar el tiempo hablando con esa gorda chusma.

-      Gracias. No me gusta el mate dulce. Una tortita negra te acepto. ¿Viste qué calor? Ya pasé la lista de los que deben libros. No hay que suspender a ninguno-, le contesté.

La pendeja de Clara me debía un favor. Ni se enteraba de lo que yo hacía por ella. Lo único que le importa era tocarle la verga al rubiecito en la plaza.

Decidí ir al recreo y hablar con ella. Podría sacarle el tema del libro. Decirle que la cubrí ante Mirta.

La espié mientras jugaba al elástico. Yo simulaba leer pero en cada salto su pollera se levantaba y yo me estremecía. Clara me miró y me saludó de lejos. Intenté reponerme pero el cosquilleo se hizo más intenso. Sentí que estaba por explotar; que algo se deslizaba por mis piernas.

Me escondí en el baño y sentí, al otro lado de la puerta, la voz de Clara que se transformaba en susurro para contarle a una amiga:

-      Me levantó la pollera y se refregó contra mi…

No escuché nada más. Mi mano comenzó a recordar la bombacha blanca, los muslos. Temblé en silencio, imaginando las tetas incipientes bajo la camisa, la espuma, los pezones oscuros de Patricia. Las contracciones vinieron como oleadas.

Cuando salí del baño, Clara todavía estaba ahí. Le hablé tratando de disimular mi excitación:

-      Olazar tiene que devolver el libro. La van a suspender. Sí, mañana a las ocho estoy yo sola en la biblioteca. Sí, le prometo que no digo nada.

28 agosto 2011

Vidas paralelas



¿Te acordás cuando te regalé ese libro de tu escritor favorito? ¿Cómo se llama? ¿Garcia Marquez? No lo podías creer. Nunca pensaste que te iba a dar esa sorpresa. Me acuerdo que estábamos peleados porque vos querías salir y yo mirar el partido. Hacía calor, el ventilador no daba abasto, mis dedos resbalaron por tu brazo cuando te zamarreé un poco para que te callaras y me dejaras escuchar la formación de Boca.

El partido fue terrible; si ganábamos teníamos chance de entrar a la Libertadores, siempre y cuando Huracán perdiera por diferencia de dos goles contra Velez y nosotros ganáramos el próximo partido. Vos te quedaste sentada al lado mio, cebándome unos mates y cada tanto ibas a entretener a los chicos a la pieza para que estuvieran tranquilos porque yo estaba nervioso con lo del partido. Viste que cuando uno de los nenes empezaba a gritar un poco, el otro gritaba más fuerte, se iban entusiasmando y después no los podías parar. Leonel miró el partido con nosotros. Siempre tan callado. Tenía puesta la camiseta que le regalé ese año cuando cumplió los doce. Al pedo le compré la original, ahí está guardada, dos veces la usó. ¿Cómo es posible que a un hombre no le interese el fútbol? Esa fuiste vos. Tanto apañarlo, tanto pobrecito, mirá ahora.
Ese mismo dia había visto en una vidriera el libro que te regalé. No sé cómo hice para acordarme que el Garcia ese te gustaba. Y la pegué porque no lo tenías. Lo iba a guardar para dártelo en Navidad, pero tenías tanta cara de culo que en el entretiempo lo saqué del portafolio. Primero pensé que llorabas porque no te había hecho una tarjetita o algo así medio romántico, como te gusta a vos. Pero después me pareció que era por otra cosa, de la emoción, no sé.
Lo bueno fue que a la noche, cuando te busqué, no te pudiste negar. Encima Boquita había ganado. ¡Doble alegría!
         Estuviste como dos meses para terminar de leerlo, ¿te acordás? Lo llevaste a Mar del Plata cuando fuimos con Roxana y Abel. Qué bien la pasamos. Ese verano yo andaba con bastante guita por lo de la venta del auto de mamá. Pilcha, casino, rabas. No te podés quejar, ¿eh? Conocés toda la costa. Cuántas historias tenemos en la playa. Ahí nos conocimos. Vos eras amiga de la novia de Abel. No de Roxana, de la anterior, ¿cómo se llamaba? Bueno, no importa. Te di unos besos a la salida del boliche y te acompañé a la terminal para que tomaras el colectivo de vuelta a Buenos Aires. Me dijiste que capaz volvías el fin de semana y me quedé esperando. Nos volvimos a ver a los veinte días y al tiempito nomás quedaste embarazada de Leonel.
         Pero te estaba diciendo… En Mar del Plata no paraste de leer ese libro. Si es larguísimo, ¿cuántas hojas tiene? Como cuatrocientas. Roxana corría con los pibes por toda la playa y vos sentada adentro de la carpa leyendo. Mirá que cuando querés sos asquerosa. Te lo tuve que esconder. ¡Qué rabia te agarró! Al dia siguiente no quisiste bajar a la playa.
         Dale, cambiale la yerba al mate. ¿Carolina adónde fue? Está cada dia más parecida a mi vieja, ¿viste? Y la pobre no está para verla. Era de fierro mamá. Cómo te ayudaba con los chicos, con la casa. Y ni había que pedírselo. Nomás se armaba un poco de quilombo y ella aparecía para dar una mano.
         Para tu cumpleaños te voy a regalar un libro ahora que me acordé que te gusta leer. ¿Qué decís?, ¿Que no sea de Garcia Márquez?, ¿Pero no era tu escritor favorito?

18 agosto 2011

Al lugar donde has sido feliz


Siempre me gustó ir a la escuela. Durante el último mes de las vacaciones contaba los días que faltaban para volver a clase. Incluso muchas veces sueño que estoy de nuevo en el secundario y me despierto con una irresponsable sensación de felicidad.
En ese mismo colegio, pero 40 años atrás, mi tia protagonizó un episodio memorable: primera alumna expulsada por puta. Resulta que la niña tenía un noviecito al que no le había dado más que la hora. Pero un compañero, que se la quería levantar, empezó a pasarle papelitos en medio de la clase, acusando a su novio de gay. Entre papelito que va y que viene, que es gay y que no lo es, la maestra se percató y le sacó el documento incriminatorio en el que mi tía de 13 años, afirmaba, para salvar la joven virilidad de su enamorado, que ella se había acostado con él y que de esta manera había comprobado su hombría. Colegio de monjas y curas, noviembre de 1972, a punto de ser abanderada, le prohibieron la entrada al dia siguiente. “Si yo no tuviera el carácter que tengo –reflexionó con el tiempo- me cagaban la vida”.
Veinte años más tarde, ya sin la presencia eclesiástica aunque con una cruz en cada aula, mi madre decidió enviarme al mismo colegio donde su hermana fue humillada, con la esperanza de que me inculcaran la fe católica que ella no supo transmitir. Fue una de las mejores decisiones que tomó en el largo camino de mi educación. Me mandó a sumergirme en un mundo de cuentos fantásticos sobre vírgenes y resucitados; a tener que confesarle al cura pecados gravísimos como contestarle mal a mamá o llegar tarde a casa, a la escuela, a todos lados. Gracias a mamá conocí el mal de cerca.
Lo mejor de comulgar eran las hostias. No tienen gusto a nada pero me encantaban. Hasta que descubrí que podía saciar mi adicción a ellas con los turrones navideños que vienen recubiertos por el mismo material.
Nunca oí hablar de sexo, de drogas, de represión. El mundo era un lugar feliz si hacíamos lo que Dios mandaba. Al principio me lo creí, tomé la comunión y confirmé mi pertenencia a la institución. 
El problema empezó cuando cometí el pecado original. Tenía que confesárselo al cura y arrepentirme. Y si uno se arrepiente de algo, se supone que no lo hace otra vez y otra vez y otra vez. Nunca más tomé la hostia, para conmoción de mis compañeritas que no le veían la cara a Dios.
Pero de todo este clima religioso tomé conciencia años después. Durante doce años no hubo discusión sobre la presencia del Señor en el universo. Solo había recreos, palitos de la selva y sugus de frutilla.
Mamá Cora no era un personaje de Gasalla, sino el nombre de mi maestra preferida. La mayor preocupación era saber si el chico que ese mes me gustaba, también se fijaba en mi. Para continuar con la tradición paterna mis boletines venían a casa con una recomendación de la maestra: “Sos muy buena alumna, pero debes conversar menos en clase”. Esta falta de silencio le generó un ataque de nervios a mi maestra de cuarto grado y me echó de la clase.
Tres veces firmé el cuaderno de disciplina. Una de ellas por bajarle los pantalones a un compañero. Fue un malentendido. En realidad él se había parado arriba de la mesa y yo quería bajarlo para que no nos retaran. Pero la maestra nunca se enteró de mis buenas intenciones y solo vio al pobre chico desnudo. Quizá ella sabía la historia de mi tía y supuso que la perversión venía en mis genes.
En uno de los salones recibí mi primer beso. Inocente, fugaz y el único durante meses. Fue algo muy organizado; hasta me acuerdo la fecha. Elegí a una amiga para que lo presenciara y él hizo lo mismo. Nos escondimos en un salón vacio y nos sentamos uno al lado del otro, muertos de vergüenza y sin mirarnos la cara. Nuestros amigos contaron hasta tres y todo duró unos pocos segundos; fue tan rápido que no me acuerdo. Después me regaló un helicóptero celeste que le tocó en un huevito kínder y a los tres meses me dejó.
Quizás por miedo a sentir de nuevo el mismo dolor empecé a dejar compulsivamente a todos mis novios. En parte también porque eran bastante boludos. Uno no me dejaba respirar y aparecía en todos los lugares en los que yo estaba. Otro pretendía besarme muy seguido. El que más me duró comía chicle bazooka de menta, un horror. Y ninguno me regalaba helicópteros. 

16 agosto 2011

Perfil



Cuando alguien descubre que mi mamá tiene casi 55 años, no lo cree. No tanto por su aspecto, sino por cómo va por la vida. Aunque también se puede hablar de sus jeans con musculosa que le desdibujan los años y de los ojos celestes famosos en el pueblo. Pero uno se desconcierta sobretodo porque ella se transforma de acuerdo a quien sea el otro con el que habla.
Maria Inés se resiste a ser una persona más seria, más acorde a su edad, y cree que aún se puede enamorar como a los veinte. No por nada contestó con un no cada vez que le propusieron una relación serena, nada más que un poco de compañía entre dos adultos sin demasiadas aspiraciones amorosas. Ella necesita, para empezar, que le dibujen algo con muchos colores, letras y música, y después que la hagan reír, pero no con chistes.
Por eso casi siempre se enamora, aunque sea por un rato, de periodistas, poetas y artistas. Y durante el breve tiempo que dura el sentimiento, se lanza desenfrenadamente a la escritura, para luego abandonarla por meses o años, hasta que llegue de nuevo un romance. Aunque ahora que lo pienso, el novio que más le duró y con el que se casó era veterinario, nada poético, pero en los ´70 tocaba la guitarra y tenía el pelo largo, negro y brilloso.
Durante años creyó que el mundo era como se lo contaban sus padres. Ellos suponen que es como se los cuenta La Nación. Pero un día, no hace mucho tiempo, le explicó a los gritos a su papá que ella había decidido no acatar el pensamiento familiar porque descubrió que le gusta mirar la realidad  con ojos de artista, un poco más sensibles que los de un ingeniero ciegamente antiperonista.
Siempre se tomó responsablemente el trabajo de ganarse la vida sin demasiada responsabilidad. La siesta y el mate leyendo el diario en la mesa del living, donde entra todo el sol de la mañana, es lo único que no está dispuesta a ceder. Todo lo que pase antes de las nueve o diez de la mañana, no le interesa y le agradeció a la naturaleza, porque en Dios no cree, cuando tuvo una hija que dormía casi ocho horas seguidas a los pocos días de nacer.
Nunca tuvo muchos amigos, mucho menos cuando era chica; pasaba horas debajo de la mesa jugando sola con sus muñecas. Cuando decidía ser un poco más simpática jugaba con sus hermanos a aspirar nafta o atar a la hermana menor a un árbol y escupirla.
Estudió Bellas Artes porque las líneas del lápiz le salían solas, sin ningún esfuerzo. Pero todo lo que fue creando siempre quedó de la puerta para acá. No quiso exposiciones ni reconocimientos. En los últimos años dejó que se escapara un poco de su arte, que los que tuvieran suerte pudieran verlo. Mientras tanto, para vivir vendió publicidad, cremas y pullovers; grabó lápidas para el cementerio y tuvo una librería.
Maria Inés o Inés, para dos de sus amigos, siente un apego atávico por los árboles. Pero tiene la desgracia de haber nacido en una ciudad donde la gente los corta por la mitad. Es como una epidemia que se extiende por el pueblo y deja cadáveres por todos lados. La razón: que se vean los frentes de sus casas de cemento.
Maria Inés llora de rabia cuando ve esos cuerpos marrones sin vida y  se pelea con los vecinos que estacionan el auto debajo de la sombra del árbol de su vereda que ella no mutiló. Al contrario, lo deja que meta sus ramas por el balcón y durante semanas espera, fascinada, que nazcan los pichones de las palomas que pusieron su nido muy cerquita de la ventana.
Maria Inés cree que en otra vida fue un gato.

12 agosto 2011

Autobiografía



Me contó mi mamá que el dia que nací mi abuela Gloria lloraba. Edurne, mi otra abuela, vasca, de Bakio, con las emociones curtidas por años de desarraigo, le preguntó al oído tratando de entender: “¿Usted llora porque quería un varón?”.
En ese caso, mi nombre hubiese sido Javier.
Unos años antes, en pleno mundial del ´78, mi mamá bautizó como Michel Demian Agapito Kempes al gato que le regaló mi papá Miguel con quien compartía el amor por Herman Hesse bajo los sauces de la calle Agapito Guisasola, la única con empedrado que quedaba en Olavarría.
Pero a mí me puso simplemente Maria. Para que no me llamaran por el segundo nombre ni inventaran apodos. Esto, según mi abuela Edurne, era una costumbre argentina que ella no entendía.
No conocí a mi abuelo paterno. Dicen que no me habría caído muy bien. Vasco franquista, petiso soberbio y criticón. Mi papá sólo heredó de él la pasión por discutir y ganar a toda costa. Mi tia recibió el resto de los genes y hace años que no hablamos.
Hace poco leí que la necesidad de una pareja estable, de contención, de pisar suelo firme, me la da mi ascendente en Tauro. La psicóloga a la que me mandaron cuando tenía quince años para tratar de convencerme de que la relación que tenía con mi novio no era normal, explicó que mi tendencia a los celos la generó el hecho de haber compartido a papá con decenas de novias,  y así le dio a mamá otra razón para discutir con él más allá de la cuota alimentaria.
Me encantaba escuchar sus peleas en la vereda. Con la mochila preparada para ir a lo de papá, me sentaba en la escalera y seguía los detalles del debe y haber mensual que mi mamá llevaba registrados en una libretita donde también anotaba las películas que había visto y los nombres de los actores, políticos, cantantes y escritores que se le aparecían en los sueños. Una noche tuvo un fogoso encuentro con Menem y hasta llegó a decirle que no a Alain Delon.
Mi juego preferido era pasar horas y a veces días diseñando la casa de las barbies. Con cartones pintados levantaba las paredes o usaba los estantes del ropero y construía un edificio. Le hacía tocar la marcha nupcial a mamá en el piano, Barbie y Ken se casaban, tenían relaciones y venía el bebé.
Considero que comer es un acto de placer y no una simple necesidad. Huyo de los amontonamientos de gente y de las personas que consideran que Gran Hermano o Mirtha Legrand son temas de sobremesa. Odio el cigarrillo. Odio la gente que dice “a mi no me interesa la política” o “yo no miro cine nacional”. También a los colectiveros y a los vecinos que me ven entrando al edificio y en vez de esperar cierran la puerta del ascensor en mi cara. No soporto que mi abuela me diga que soy de izquierda porque soy joven ni soporto que la gente se ria demasiado o comente las películas en el cine.
Creía que para entender el mundo había que estudiar sociología. Ahora creo que es al revés.